Los pueblos indígenas y su mensaje en tiempos del coronavirus
Una pandemia como el coronavirus ha puesto en shock a todo el mundo, incluido a los pueblos indígenas. Ellos son uno de los sectores más vulnerables debido al alto índice de anemia entre la población y sobre todo porque sus organismos no están preparados para este tipo de males. Así mismo, en los municipios donde habitan los pueblos indígenas solemos notar, generalmente, las mayores brechas, lo que ubica a estas personas como los últimos en relación con las necesidades básicas satisfechas.
¿Qué podemos aprender de ellos ante una amenaza como el coronavirus?
Ante la presencia de esta enfermedad en nuestro país, los pueblos indígenas han tomado las siguientes medidas:
1. El cierre de sus territorios. Este caso lo vemos con los Asháninkas de la selva central, los Awajún y Wampís de Bagua y Condorcanqui y los achuar de la zona del río Pastaza, en el Departamento de Loreto.
2. El asentamiento en zonas remotas o “vírgenes” de la selva para así no ser alcanzados por este mal. Es el caso de los Awajún de la zona del Distrito de Manseriche, Provincia de Datem del Marañón.
3. La apuesta por una economía auto sostenida: se está incentivando a las familias para que siembren yuca, plátano, vegetales, así como criar peces y cazar animales para así proveerse de más y mejores alimentos. Por estas épocas, la medicina tradicional es una de las principales fuentes de esperanza.
Estas tres medidas nos permiten conocer la forma cómo los pueblos indígenas han podido sortear enfermedades extraterritoriales a lo largo de sus historias. Similar experiencia sucedió cuando aparecieron los primeros achaques occidentales como la gripe y la viruela. Muchos optaron por refugiarse en zonas inhóspitas de la Amazonía donde el contacto entre los humanos era nulo.
El éxito de no ser alcanzados por el coronavirus no está garantizado, sin embargo, estos hechos nos hablan de una evidencia actual irrefutable: que existen unas vidas que, aunque distantes del sistema, están interconectadas y tienen comunicación.
Desde que comenzaron las medidas preventivas por el coronavirus al nivel nacional, hemos sido testigos de cómo padres de familia, de diferentes etnias, llaman a sus hijos (que viven en las ciudades por múltiples razones) para pedirles que retornen a sus comunidades: “en nuestros territorios estaremos más tranquilos”, dice un alto dirigente del río Santiago. “Estas enfermedades son de los apach (mestizos), donde parece que la vida no vale nada, por lo que debemos protegernos”, sostiene una madre Wampís de una comunidad cercana a Ecuador.
Ecuador es un país no tan alentador por estas épocas, por lo que la preocupación de los comuneros de las zonas de frontera es alta. Ni qué decir de los límites con Brasil y Colombia.
Milan Kundera, un filósofo y pensador checo, publicó en 1984 un libro famoso titulado la “Insoportable levedad del ser”, un libro que podría ser muy bien leído por estos días debido a la volatilidad de las vidas que vemos. El libro trata de la “carencia de valor de la existencia” en el mundo de la post guerra: una vida hecha de los conflictos cotidianos, sin más sentido que el reconocimiento del sin sentido de la propia existencia (el “despojo” de todo propósito, de todo sentido). Apelando al eterno retorno de Nietzsche, Kundera afirma: “El hombre jamás puede saber qué debe querer, porque solo vive una vida y no tiene modo de compararla con sus vidas anteriores ni rectificarla en sus vidas futuras…”.
Esta aseveración del autor podría llevarnos a pensar, falsamente, que el drama descrito en el libro es universal. Felizmente no lo es. ¿La necesidad de protegerse – un principio vital de la ley de la sobrevivencia- que personifican los pueblos indígenas ante el coronavirus nos habla acaso de una vida que va más allá de la pura cotidianidad y que merece, tal vez, ser resguardada? ¿La vida tendrá más sentido en los territorios indígenas? ¿Valdrá la pena poder vivirla?
El libro de Milán Kundera es uno de los libros que nos ilustra sobre las paradojas de ese Occidente sin raíces: su culto excesivo por las nomenclaturas económicas, su fe ciega en la tecnología y el descrédito de los valores humanos. La vida como un aburrimiento, sin esperanzas. El premio mayor de ese mundo es el vacío existencial de sus habitantes, enarbolado por la ilusión del “súper hombre”, algo del cual parece nutrirse y gozar muy bien Kundera.
El coronavirus nos llegó como una hecatombe a la humanidad y nos recuerda lo frágil que somos. “Humanos”, diríamos, recordando las palabras de Hannah Arendt. El hecho de que, por más ciencia que tengamos, por más economía que tengamos y por más “súper civilizaciones” que nos creamos, lo cierto es que somos un ápice comparado con el poder del universo. ¿De qué nos sirve entonces la lucha de clases? ¿De qué nos sirve entonces el crecimiento sin la apuesta por el bien común, o, lo que es para los indígenas, el buen vivir? ¿Será posible construir un país más solidario con los que no piensan como nosotros?
La antropología clásica nos ha enseñado que el ser humano es, ante todo, un ser libre. Somos, nos dice, la suma de la inteligencia y la voluntad. También nos ha enseñado que, al igual que los pueblos indígenas, la verdadera esencia de nuestro ser está en volver a nuestro origen (nuestra tierra, nuestra identidad, nuestro valor como personas): “somos cuerpo y alma”, nos recuerda Platón. Algo que al parecer nos vamos olvidando.
En recientes comunicados, varias organizaciones indígenas han solicitado al gobierno central una atención diferenciada respecto al tratamiento del coronavirus en sus territorios. Aunque distantes, las comunidades no están exentas de los impactos de este problema. Este hecho debería conducirnos a tomar las medidas adecuadas del caso, con el fin de salvaguardar, tal vez, a uno de los principales baluartes de la civilización humana.